No soy muy aficionado a escribir sobre la creencia religiosa, Dios o la fe, creo que la espiritualidad es muy exclusivo y muy personal que nace en lo más íntimo de nuestra alma, pero hoy me veo en la necesidad de contestar a un amigo lector de mi página web que me escribió y me comunicaba que acaba de perder a su pareja por cáncer. Ella tenía solo 28 años y dejó atrás a dos niños menores de tres años.

Durante todo ese tiempo, oraron por un milagro. Creían que Dios respondería. Sus oraciones eran sinceras, su fe inquebrantable, pero la sanación por la que suplicaban nunca llegó. En cambio, el dolor se apoderó de él: un silencio pesado y sofocante donde antes habitaba la esperanza. Mi amigo no está enojado con Dios, pero se siente comprensiblemente perdido, mirando fijamente a un abismo de preguntas: ¿Por qué Dios no respondió? ¿Oramos de la manera incorrecta? ¿Nuestra fe no era lo suficientemente fuerte?

Este tipo de preguntas persisten en el alma, especialmente cuando el Dios en el que nos han enseñado a confiar parece fallarnos en nuestro momento de mayor necesidad. Yo mismo he luchado con esas mismas preguntas. Tal vez usted también. Cuando Dios no responde

Muchos de nosotros crecimos con una idea sobre la oración: pide, cree y recibirás. Es sencilla, clara y promete una sensación de control. Si oras con suficiente fe, Dios responderá con sanidad, provisión o una salida a la tormenta.

Pero, ¿qué sucede cuando no lo hace? ¿Qué sucede cuando la sanidad no llega, cuando la relación no se restaura, cuando el milagro parece haberse perdido en el correo?

Para mi amigo, el dolor no se trata solo de perder a su pareja, sino de lidiar con el silencio inquietante que siguió a sus oraciones. Se trata de las promesas que parecían flotar en el aire, sin cumplirse. Entiendo ese silencio muy bien. Yo también he pasado por situaciones de dolor y he orado por cosas que no recibí. me he sentido muy frustrado por mucho tiempo y preguntándome si mis oraciones alguna vez llegaron más allá del techo. Me he preguntado si tenía suficiente fe o si de alguna manera no había alcanzado los requisitos divinos. Es un espacio doloroso de habitar: esta tensión entre la creencia y la decepción, entre la esperanza y el desamor.

Entonces, ¿qué haces cuando te encuentras en ese espacio?

Deja de preguntar “¿por qué?” y empieza a preguntar “¿y ahora qué?” La pregunta “¿por qué?” rara vez brinda respuestas satisfactorias. Pero esa pregunta es como gritarle al vacío, lo que conducía a una espiral de culpa, a veces dirigida a Dios, a veces a la vida misma y, a veces, incluso a tí mismo por no ser capaz de protegerla. “¿Por qué?” no es una mala pregunta, pero a menudo no tiene respuesta, e incluso si apareciera la respuesta, no cambiaría la realidad a la que nos enfrentábamos.

Entonces te queda una pregunta muy individual e importante: “¿Y ahora qué?”. ¿Qué me exige este momento como su pareja, su cuidador y su amigo? ¿Qué necesito dejar de lado (miedo, resentimiento o mi ilusión de control) para estar completamente presente con ella? ¿A qué puedo aferrarme? ¿A nuestro amor, a nuestros momentos compartidos, a la esperanza de que, incluso en la incertidumbre, hay vida por vivir?

“¿Y ahora qué?” no descarta el dolor ni pretende que todo está bien. No borra el dolor de lo que se ha perdido. Pero cambia el enfoque, permitiendo el movimiento, aunque sea lento. No se trata de resolver la situación, sino de encontrar una manera de vivir en ella, de preguntarnos cómo sacar el máximo partido a lo que tenemos, en lugar de quedarnos paralizados por lo que hemos perdido, porque cuando ya no podemos cambiar una situación, nos vemos obligados a cambiarnos a nosotros mismos.

Cuando las oraciones no reciben respuesta, los marcos claros que construimos en torno a Dios (cómo trabaja Él, qué quiere y qué merecemos) comienzan a resquebrajarse. Déjelos. Es probable que haya cosas que usted creía acerca de Dios que en realidad no son ciertas. Esas grietas son por donde pueden filtrarse verdades más profundas.

Teologías como el evangelio de la prosperidad, que equipara la fidelidad con las bendiciones, o la idea de que podemos controlar los resultados mediante el tipo “correcto” de oración, a menudo se derrumban bajo el peso del sufrimiento real. Estos marcos prometen certeza, pero nos dejan sin preparación para la realidad de un mundo donde los fieles todavía soportan el dolor y los milagros a veces no llegan.

Tal vez la oración no se trata de persuadir a Dios para que actúe, sino de apoyarnos en el misterio de un Dios que camina con nosotros, incluso cuando el resultado nos destroza. Tal vez las oraciones sin respuesta no sean fracasos, sino invitaciones a encontrarnos con Dios en formas que no habríamos elegido pero que necesitamos desesperadamente. Y tal vez, cuando nuestro andamiaje teológico se derrumbe, encontremos una fe que se basa menos en fórmulas y más en la confianza: una confianza forjada no en tener respuestas sino en afrontar las preguntas.

El lamento es el tipo de oración que a menudo evitamos porque es desordenado, crudo y no se resuelve de manera clara. Sin embargo, es un lenguaje de oración del que las Escrituras no se privan. Es el tipo de oración que no endulza el dolor ni pretende tener todas las respuestas. En cambio, el lamento se yergue entre las ruinas, levanta el puño y clama: “¿Dónde estás, Dios?”.

Desde el cuestionamiento incesante de Job hasta los gritos angustiados de los salmistas, el lamento está entretejido en la historia de la fe. El Salmo 13 comienza con una acusación brutalmente honesta: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás de mí tu rostro?”. Estas no son oraciones educadas. Son oraciones que sangran.

El dolor en sí mismo puede ser una forma de oración. No necesita palabras ni estructura para ser válido. Tus lágrimas, tu silencio, tu frustración, son tan sagrados como cualquier himno cantado en la iglesia. Son expresiones de tu ser más profundo que se acerca a un Dios que promete encontrarte en las partes más crudas de tu humanidad.

En mis momentos más oscuros, he descubierto que el lamento no se trata de exigir respuestas; se trata de negarse a dejar de lado la conversación. Es decirle a Dios: “Sigo aquí, aunque no te entienda ahora mismo”. En el lamento, te das permiso para sentir plenamente, para enfurecerte, para llorar, para dudar, todo dentro de la seguridad de la presencia de Dios. Si la oración es comunión con Dios, entonces el duelo es una de sus formas más honestas. Porque incluso en la tormenta del lamento, hay una confianza tácita: sigues dirigiendo tu dolor hacia Dios, no lejos de Él. Y eso también es fe.

Las oraciones sin respuesta a menudo se sienten como una especie de muerte: una pérdida de esperanza, de lo que podría haber sido, o incluso de la versión de Dios que creías conocer. No hay forma de recuperar lo que se ha perdido, y reconocerlo es parte del duelo. Pero incluso después de esa pérdida, puede haber pequeñas resurrecciones: momentos en los que la vida insiste silenciosamente en continuar, incluso a la sombra de la desesperación.

Puede ser el consuelo inesperado de un amigo que se acerca en un día particularmente oscuro, no para ofrecer un consejo sino simplemente para decir: "Estoy aquí". O la forma en que una canción familiar despierta algo en ti, ofreciéndote un breve momento de consuelo que no sabías que necesitabas. Puede ser el sonido de la risa de un niño que rompe la pesadez, o la comprensión de que, por primera vez en semanas, realmente tienes hambre y te sientas a comer sin forzarte.

No necesitas ir a buscar estos momentos: te encontrarán cuando menos los esperes. No son soluciones, y no están destinadas a serlo. Pero nos recuerdan, gentilmente, que la historia no ha terminado, incluso cuando parece que sí.

Mi estimado amigo, no quiero minimizar tu dolor, pero sí quiero recordarte que está bien vivir en la tensión. Está bien no tener todo resuelto. La fe no significa ignorar las preguntas o pretender que el dolor no es real. La fe significa seguir estando presente, incluso cuando las respuestas no llegan. Estoy calificado para decirlo porque veo esta tensión todos los días. Lo que he aprendido, y sigo aprendiendo, es que la tensión no es algo de lo que escapar o resolver. Es un lugar en el que vivir, un lugar donde la fe crece de manera diferente a como lo hace en la certeza. Es donde luchamos, donde cuestionamos y donde aprendemos a encontrar a Dios no en la resolución sino en la lucha.

Mi gratitud por leer.

Patricio Varsariah.